Mi primera experiencia con la naranja
Todo empezó cuando aquel día, la noche de un martes a punto de culminar, no encontraba el esfero que me había robado del escritorio de mamá. “El que no traiga la fruta la próxima clase no entra”. ¡Mierda eso no se puede olvidar!. Observo con lentitud el movimiento de la boca de la maestra al decir esa frase, que evidentemente debió quedarse grabada en uno de los rincones de mi cerebro.
La naranja; cítrico consumido en cualquier clase social, empacado en distintas formas y comprado en miles de contextos. La plaza de mercado muestra con estética particular la variedad de esta fruta, grande, amarilla, madura, biche, podrida o cultivada con otra de su mismo semblante cítrico.
Así mismo, los supermercados de barrio y puestos que deambulan por muchos lugares de nuestra ciudad; con cortesía o a grito resonante hace propaganda de las grandes influencias de la naranja para la salud del hombre “Naranja, naranjaaaa, pa la gripa, pa´l desayuno, pa´ llevarla en el bolso señorita”. ¿Qué sería de la vida de un citadino sin la compañía de la naranja?
De nuevo, ya era martes, e iba un poco tarde para la clase, por supuesto; mi cerebro no cumplió esa fácil labor de recordar la fruta que se debía llevar. 5:30 de la tarde. En la tienda del vecino, no había nada más que habichuela, papas, cebollas, tomates y pocas naranjas. Única opción, única decisión: “don Gustavo me llevo esta que se ve jugosa y bien amarilla”.
En unos cuantos fragmentos de horas ya me encontraba en esa incómoda silla hecha para diestros, ahí comienza una de las tantas ironías que la vida empezó a mostrar. “Lorena no estás apretando la cola”, Sandra, la maestra no sabía lo incómoda que estaba al tener un dolor de espalda y un estrés que dominada todo mi cuerpo, mientras hacíamos ese ejercicio de relajación.
Doy gracias al cigarro que relajó continuamente la noche del martes.
Luego mi mente con poca cavidad de memoria, disfrutó infinitamente una jugosa naranja antes de que fuera la media noche.
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